El brujo de las cordilleras: historia negra. Crónica de las depredaciones de indios y aliados, en las poblaciones australes de Buenos Aires y demás provincias
Imprenta y Litografía La Mendocina, 1895
Esta no será la única obra en que Olascoaga se dedica al tema de los orígenes del malón como nudo de conflicto de la época. Sin embargo, es una aproximación bajo un formato literario orientado al gran público (comparado a obras más técnicas destinadas a gobernantes, y donde alterna relatos, mitos y crónicas periodísticas.
El malón, ese ataque tan temido por parte del hombre blanco con respecto de los indios, fue cambiando con los años. Una estrategia bélica ofensiva, como puede ser atacar a un invasor sorprendiéndolo de noche, es algo que encontramos a lo largo de la historia de los pueblos y el inicio del conflicto desde la llegada de los españoles al Río de la Plata. Esta metodología de arrasamiento evolucionaría a robo de ganado y luego a elemento de negociación a través de una paz administrada por los recién llegados.
Esas prácticas originan la “viveza criolla” (o viveza a secas, como la llama Olascoaga), hija de los espejitos de colores que traían los españoles. Además de esta detentación de la superioridad, la técnica del engaño también será usada en muchas peleas con el indio (cuando no era necesario), tras lo cual los indios habrían aprendido a “emboscar”: sabían de su inferioridad en materia de recursos como armas, pero conocían mejor el territorio, y esto generaba la admiración de nuestro autor.
Olascoaga propondrá que los indígenas que llevaban adelante malones violentos eran una minoría. Éstos accionaban bajo el influjo de latifundistas, con la lógica de los pitrenes, vale decir, las dádivas que los blancos ofertaban a cambio de suspensión de malones.
Los originarios comenzaron a tener caballos para recorrer sus enormes distancias, y cambiaron sus boleadoras por armas de fuego. Vale decir que dieron un salto tecnológico en tiempo récord luego del contacto. A nivel cultural, esto sería una transacción letal.
El ganado robado en los malones, al no ser para ellos sino para algunos terratenientes instigadores, otorga cierta “inocencia” a los indios pampas según Olascoaga.
En el capítulo destinado a la descripción minuciosa de los malones –de las crueldades tanto como del odio que inspiraban- es posible adentrarse en los temores de los criollos, con los que Olascoaga se identifica, es decir, con aquellos que debían instalarse en las zonas despobladas para el desarrollo local.
El autor diferencia los páramos de vapores azulados por “la gente muerta”, por donde acababa de pasar el malón, que a todas luces no eran indios, puesto que éstos no dejan sus cadáveres al descubierto. Olascoaga se manifiesta “comprometido” compulsivamente a reproducir los horrores, aunque expresa deseos de no haber tenido que hacerlo. De hecho, pide que el país tenga la grandeza de olvidar el padecimiento que le infligió Chile en aquellos años, destacando que el odio ancestral no podrá subsanarse de otra manera que olvidándolo. Para sustentar esto apela a Confucio, quien creía probable amigarse con quien uno tuvo una pelea, pero jamás con alguien que le hubiese robado.
Olascoaga nos acerca el término con que los mismos “salvajes” denominaban a los “pícaros” que realizaban robos: “huerinches”. Esta distinción eleva la moral del indio nuevamente –siempre en un contexto económico. Cuando los pampeanos atacan a los maloneros del brujo hacia el año 1839, el autor dirá que realizaron un “servicio inconsciente a la civilización”.
Comentando acerca de las acciones de Amigorena, también dirá que tuvo a raya a los indígenas “trans-cordilleranos” aunque por un breve tiempo, existiendo un “chenque” o cementerio cerca de Ñorquín donde quedaron tendidos algo así como ciento cuarenta “bandoleros”, lo que explicaría la toponimia del paraje “Huerinchenque”. Acto seguido, el autor despunta una serie de horrores: “represalias de guerra, odios de raza, de conquista” y hasta los “proverbiales horrores de la inquisición” tendrían alguna historia que los muestra racionales. En cambio, el odio de Chile hacia Argentina, al ser dos naciones de idéntica historia, se convierte en un ejemplo único por su “insanidad”. Olascoaga se asombra ante lo irracional que capta su mirada económico-militar. Luego concluye afirmando que la causa de los conflictos se halla en la escasez de la tierra de los chilenos.
Mario Lauro Olascoaga recuerda que su abuelo hablaba de araucanos para referirse a los indígenas de Chile, mientras que llamaba mapuches a los argentinos. Una de las diferencias principales consistía en que los de origen trasandino, cuando eran pillados, “se dejaban acabar”, mientras que los argentinos combatían valientemente”.
Esta observación encaja en la reflexión de Olascoaga acerca de los móviles para la guerra al malón, en que por aquellos días previos a la aparición de Alsina, nadie se habría percatado lo que ahora resultaba evidente, es decir, que el problema no eran los indios sino los blancos. Al explicar el sistema de raciones como “obsequios valiosísimos periódicos” para atraer los indios a la paz, explica que “no se quería la destrucción de las familias”. A la hora de evaluar el sistema de defensa pasivo de Alsina, Olascoaga dirá que no se puede llevar la “redención afuera de la jurisdicción nacional”, por lo que “en semejante tarea, semejante hombre debía morir!…”
Existen “peligros imaginarios” que Olascoaga resalta como originarios de la quietud del argentino con respecto al desierto. Esto engendraría ignorancia de la topografía, recalando en el problema fundamental del “sacrificio de sangre y caudales”.
Finalmente sería Roca y los generales que actuaron en la pampa y en la cordillera los que darían el golpe definitivo, la estrategia más “racional”. Sin embargo, Olascoaga cuenta este texto con una frase en cierto sentido enigmática: “…así cuando nosotros concluimos con los ranqueles y pehuenches, ellos [los chilenos] tuvieron facilidad de concluir con los araucanos”. ¿Quién mejor que Olascoaga para saber que antes de la campaña de Roca sucedió la ocupación de la Araucanía chilena?
El brujo, paradigma de la explotación de los “bárbaros” argentinos, entraría en decadencia con el tiempo. De esta manera Purrán, el cacique del norte neuquino, responde al mensajero del brujo, quien lo insta a malonear bajo la vigilancia de los pájaros, diciéndole que no puede acceder al mandato y que no le conviene acercarse bajo la forma de un carancho, puesto que pueden derribarlo sin saber los pehuenches que estén haciendo charqui –la carne seca cuya preparación tienta a los pájaros.
Olascoaga no olvida destacar que Purrán es desertor de la campaña al desierto de Rosas en 1833, en cuyas filas de todos modos aprendió el arte de cabalgar y de pasar a cuchillo, con lo cual se habría convertido en cacique de su gente. Se trata, una vez más, de la seducción del enemigo.
En el párrafo final, Olascoaga se adscribirá a los “anhelos humanitarios” de Alsina a la vez que a la acción de Roca, que podría bien liberar a los argentinos de las andanzas de este tipo de brujo.
Por Federico Beines